Muchas Letras

14 marzo 2005

Europa me ha jodido, me ha robado una de mis fuentes de inspiración, alegría y gozo. Y la han transformado en algo de lo que reniego: un símbolo patrio. Y es que esa palabra, patria, me produce una reacción difícil de explicar:

-En primer lugar, cuando alguien se refiere a su tierra como patria la eleva casi a lo sagrado (o sin casi), lo que significa que está más allá de toda razón o juicio, y esto va contra todos mis principios. Por supuesto creo que hay cosas más importantes que otras, pero ninguna que merezca esa categoría de intocable.


-En segundo lugar me recuerda la cantidad de guerras que se justificaron con este concepto, junto con las religiones y, más recientemente, los sistemas políticos.


-Y por último, pero no menos importante, lo artificial de término, pues pienso que uno es de su casa y va extendiendo sus dominios según con quien hable (frente a un coruñés, vigués; frente a un extremeño, gallego; frente a un alemán, español; frente a un venusiano, terrícola). Desde mi punto de vista una comunidad nacional no difiere mucho de una vecinal en el sentido en son grupos de personas con algunas cosas en común, que se unen para defender intereses comunes.

Así, las banderas, reyes, himnos y demás símbolos patrioteros son para mí como cualquier signo de identidad de cualquier colectivo, solo que muchísimo más valorado (valorado en exceso diría yo).

Pues en eso ha convertido Europa mi amadísima 9ª sinfonía de Beethoven. Ahora, cada vez que pongo el CD en casa y llega al famosísimo coro que tan bien versioneó Mike Rivers (sarcasmo) me siento como un auténtico patriota, en plena exaltación del ideal europeo, esa supernación (de naciones o pueblos, no está claro) que nos unirá a todos "bajo una gran bandera que une a todas las banderas", Zapatero dixit.


Eso sí, les quedó un himno bien chulo...